Jutiapa, Chiquimula y Zacapa son tres territorios identificados como de alto interés por redes del narcotráfico. Fronteras porosas con El Salvador y Honduras, así como acceso a las costas del Pacífico hacen atractiva el área para el trasiego de drogas. Alcaldías bajo la sombra del narco.
En esos tres municipios, además, existen figuras políticas estrechamente ligadas a grupos criminales; sin embargo, lejos de que sean vistos como delincuentes, su empatía y liderazgo entre los vecinos les ha granjeado una cuota de poder que crea vínculos de lealtad que ellos aprovechan en control territorial.
Las características geopolíticas del país obligan a analizar de manera particular los poderes locales y los intereses políticos.
Estas alcaldías ofrecen seguridad a los grupos delincuenciales y son, además, benefactores de una población a la que poco o casi nada importa las supuestas actividades ilícitas a su alrededor y aprenden a convivir en un territorio de abundantes lujos, armas de fuego y vehículos blindados.
Esos grupos que hacen fortuna con el narcotráfico y confían en los poderes locales no buscan pasar desapercibidos. Construyen casas de varios niveles con ostentosos diseños, lucen sus armas y varias tolvas, así como el gusto por la música norteña y atuendo vaquero.
“Ellos no se meten con uno. Ahí hacen sus cosas, pero no se meten con nadie”, dice una vecina de Zacapa, desde una silla plástica en una casa de madera y lámina, mientras señala un inmueble de dos niveles, con detalles coloniales y dos vehículos todoterreno parqueados al frente.
Agradecidos
Para ejemplificar cómo la fidelidad de una población a sus autoridades locales está alejada de los señalamientos o acusaciones de actividades ilícitas, y sí estrechamente vinculadas con el bienestar social, Prensa Libre realizó un recorrido por tres territorios del país controlados por personajes que han sido vinculados en distintas ocasiones con el narcotráfico, una sombra que no logra oscurecer el apego de la población, e incluso son vistos como una especie de Robin Hood, ese personaje inglés que robaba pero también regalaba a los pobres.
Moyuta, Jutiapa; Ipala, Chiquimula, y la cabecera de Zacapa son ejemplos de territorios donde el narcotráfico ha operado por décadas y donde han surgido líderes con una fuerza de arrastre muy particular.
Aunque para el profesor en etnofrafía criminal David Martínez Amador, la relación de la política y el narcotráfico no solo es por voluntad. El poder del crimen organizado y necesidad de tener el control territorial obliga en algunas ocasiones a los políticos a coludirse con el narco.
Martínez Amador sostiene que “las estructuras del narcotráfico terminan transformándose en un Estado paralelo que esencialmente suplanta o llena todos los vacíos dejados por el Estado. También, al igual que un Estado tradicional, el narcotráfico usa la fuerza de la violencia —no legítima en este caso— para obligar a que los marcos comunitarios acepten su influencia territorial”.
El objetivo de estos grupos es forzar decisiones políticas que les favorecen —particularmente relajar el combate del narcotráfico o neutralizarlo— y acceder a la infraestructura pública para ponerla a su disposición, opina Martínez Amador.
Al controlar o tener poder sobre los poderes locales, el crimen organizado no solo mantiene un corredor para trasegar sustancias ilícitas, sino también tiene un lugar donde invertir el dinero y darle apariencia lícita a esas ganancias.
“Ha creado circuitos económicos que han inoculado la economía general. En ciertas áreas de oriente (…), los narcotraficantes han fomentado economías de consumo, producción y servicios con estándares más altos que el mercado formal, y de hecho han sustituido al Estado en presencia social y de seguridad”, cita el analista político Édgar Gutiérrez, para la investigación de InSight Crime “Élites y crimen organizado en Guatemala”.
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